
Lo que el hombre está haciendo con la Naturaleza es lo mismo que hace con cuantas cosas toca: degenerarlas primero y acabar destruyéndolas en última instancia. Lo hizo hace poco con el sistema financiero y lo hace con él mismo. Lo lleva en su código genético.
Cuando nos descubrimos poderosos, cuando nos percatamos de las cosas que podemos llegar a hacer, se opera un cambio en nosotros. El poder corrompe, dijo Lord Acton. La pregunta es: ¿cambia el poder lo que somos? ¿Somos buenos por naturaleza y, después, cuando el poder se nos mete en el alma, cambia nuestra naturaleza y pasamos a ser malos, o somos malos por naturaleza y el poder simplemente corrobora esa condición?
Si el poder nos cambia es porque no estamos inmunizados naturalmente contra él. Así que, cuando menos, somos proclives por naturaleza a su influjo y en ese sentido no podría decirse que nos corrompe, sino que ya llevábamos en nosotros el germen de esa corrupción. Esto nos llevaría a pensar que somos seres destinados por naturaleza a degenerarnos y destruirnos, de tal manera que solo podríamos escapar de ese destino aprendiendo a dominar nuestro poder. Lo que es innegable es que el hombre descubre el poder que tiene llevado por su instinto natural de SABER. Es la sabiduría la que lleva hombre hacia el poder. Y ese descubrimiento nos sitúa en una nueva realidad.
En todo caso, el poder es el elemento decisorio. En que lo tengamos o no y en que, en caso de tenerlo, lo usemos de una manera u otra, se sitúa la frontera entre ser hombres o ser otra cosa. Y ¿por qué no somos capaces de usarlo para generar en vez de para degenerar, para crear en vez de para destruir? La respuesta —y con ello aclaro la cuestión que antes se ha planteado— solo puede ser lógicamente una: porque no estamos hechos naturalmente para ser poderosos.
Si el hombre pudiera ser poderoso, si en su naturaleza llevara ínsito el poder que su afán por saber más le proporciona, éste no le llevaría a destruirse. La incapacidad del hombre para usar el poder de manera distinta a como lo hace demuestra que no está hecho para ser poderoso. El poder corrompe al hombre porque es algo completamente extraño a él, no está hecho para tenerlo. Pero desde el momento en que el poder solo sirve para destruir a quien lo detenta, es evidente que estamos ante una fuerza con la que nada tenemos que ver y de la que debemos alejarnos si queremos conservar nuestra naturaleza.
El reto es aprender a usar el poder para hacer el bien, pero ¿es eso posible? La respuesta es SÍ. Todo forma parte de un largo proceso de aprendizaje y, como parte de ese proceso, el hombre debe casi sucumbir del todo. Solo después, la Humanidad se dará cuenta. La clave pasa por que el hombre sea consciente de ello antes de que sea tarde y la Humanidad entera se extinga.
No obstante, hay otra opción: sencillamente, la de impedir que el hombre utilice el poder para hacer el mal, una alternativa que bien merece la pena pero que conlleva una guerra entre los poderosos —una pequeña minoría— y los que no lo son —la inmensa mayoría—.
Con todo, lo paradójico de este asunto es que realmente no somos tan poderosos como creemos. Sin la capacidad de controlar nuestro poder somos las criaturas más débiles que hayan existido. Sin la capacidad de renunciar a nuestro poder somos esclavos del mismo. Renunciar a lo que a uno pertenece es la mayor prueba de dominio. Nadie es dueño de algo si no puede renunciar a ello. Y nosotros no podemos renunciar al poder sencillamente porque él nos domina, le pertenecemos.