
José Manuel Casado González
Presidente de 2.C Consulting y Coordinador del área de Crecimiento Profesional en Capital Humano

«El Poder Corrompe», nos advertía el anarquista ruso Bakunin; lo que a juzgar por el mal ejemplo que dan algunos de nuestros políticos y directivos lamentablemente se ha demostrado como cierto, aunque ahora ya se conocen mejor sus por qué. Es necesario advertir, que el poder puede generar una cierta egolatría o amor excesivo a uno mismo que roza lo patológico, cuando no lo es. Si no, que se lo pregunten al excéntrico Donald Trump, a Vladímir Putin o a muchos de nuestros propios políticos, incluso a algún que otro directivo que con sus comportamientos hacen sentir a sus colaboradores falta de respeto.
No hará falta argumentar la necesidad de poder para gobernar cualquier organización o que el poder tiene efectos muy positivos. Y así nos lo aseguran muchos expertos como el afamado profesor de la Stanford Business School, Jeffrey Pfeffer, quien es su libro «Liderazgo BS» reconoce que las organizaciones necesitan jerarquía; porque si no se pueden llegar a convertir en anarquías o caos organizativos.
No obstante, quizá lo mejor sea aceptar que el poder tiene un lado oscuro y lo que hay que hacer es ajustar nuestra forma de pensar y actuar para hacer frente a esa realidad. En este sentido, dos académicos norteamericanos Adam Galinsky y Maurice Schweitzer, expertos en liderazgo y poder han escrito un magnífico libro titulado «Friend and Foe», algo así como «amigo y enemigo» y han denominado el efecto del poder como «priming», predisposición, o empujón si lo prefieren, del poder por el cual, cuando a una persona se le otorga éste o es investido por el cargo, hace que se sienta superior a los demás.
Además, este efecto se produce incluso hasta en los más reticentes al uso del poder, haciendo que experimenten cambios significativos en su comportamiento provocando que aquellos menos maduros, y más proclives a los efectos perverso del poder, manifiesten esta supremacía hasta en sus gestos, apariencias o posturas corporales, incluso, en muchas ocasiones, con manifestaciones arquitectónicas, como vemos todavía en algunas de nuestra anticuadas oficinas en las que los jefes de mayor poder ocupan los despachos de las esquinas y de las plantas superiores.
Las organizaciones necesitan jerarquía; porque si no se pueden llegar a convertir en anarquías o caos organizativos
Es evidente que el poder hace que aumentemos la confianza en nosotros mismos, y eso es bueno, pero a la vez hace que nos centremos demasiado en nosotros mismos y «nos lo creamos demasiado» haciéndonos perder con frecuencia el objetivo de su naturaleza. Así lo demuestran las diversas investigaciones, como una en la que los investigadores pidieron a la gente jugar el papel de jefe y empleado por un tiempo, y luego les dieron un presupuesto para comprar chocolates, primero por sí mismos y luego para otras personas. Los que hacían de «jefes» compraron 32 chocolates en la compra para sí, y sólo 11 chocolates en la compra para los demás; mientras que los «empleados» compraron 37 chocolates para los demás, pero sólo 14 para sí mismos. Pero es que además el poder hace que los individuos estén más dispuestos a asumir riesgos. Por ejemplo, se asegura que las personas que están investidas por el poder, tanto mujeres como hombres, es más probable que mantengan relaciones sexuales sin preservativos.
Asimismo, el poder puede convertir a las personas en hipócritas: no sólo los poderosos son más propensos a ser infieles, sino que también son más propensos a condenar engaños u otras formas de fracaso moral de otras personas. Es decir, moralmente se encuentran más legitimados para juzgar y condenar a otros por acciones que muchas veces ellos mismo pueden cometer.
Quizá como consecuencia de los efectos perversos del poder, no es infrecuente encontrarnos con personalidades narcisista en posiciones de mando en nuestras organizaciones. Hay en ellos presunción, engreimiento, soberbia descomunal, jactancia e incluso petulancia. Son personajes de esos que giran sobre sí mismo demandando a los demás aplausos y reconocimientos, siempre preocupados por causar un artificial impacto positivo en la gente que les rodea y, a la vez, reclamando elogios, admiración; resultando para ellos más importante lo que ellos piensan sobre su propia excelencia que lo que opinan los demás. Su conducta se sustenta sobre la impresión de grandeza suprema de su persona y la necesidad de reconocimiento por parte de sus colaboradores.
Las investigaciones están demostrando del peligro de que el poder se te suba a la cabeza, ya sea en la política o en la empresa, no sólo haciéndote más arrogante, dictatorial o caprichoso, sino que incluso —aseguran— que también daña el cerebro. Esto es lo que sostiene Dacher Keltner, profesor de Psicología de la Universidad de Berkeley quien ha demostrado en laboratorio la realidad de este síndrome, que los españoles bautizamos en su día como síndrome de la Moncloa. Tras más de dos décadas de estudios e investigaciones, el profesor Keltner asegura en The Atlantic que muchos de los que ocupan posiciones de poder acaban comportándose como si hubieran sufrido un trauma cerebral; porque son más impulsivos, menos conscientes de los riesgos que corren y son incapaces de ver desde el punto de vista del otro; es decir, pierden la empatía. Es lo que este profesor llama la paradoja del poder: en cuanto una persona alcanza un puesto de poder importante, se queda sin parte de las capacidades que le ayudaron a llegar él.
En el fondo la paradoja del poder tiene su utilidad porque un buen líder debe decidir rápidamente, sin que le tiemble el pulso y a veces con información incompleta. El problema es cuando su engreimiento traspasa la frontera de lo patológico; es lo que el neurólogo David Owen bautizó con el síndrome de Hubris. Entre cuyos síntomas cabría destacar impetuosidad, incapacidad para aceptar consejos ajenos y de nuevo falta de empatía.
Ya lo sabe, vaya con cuidado si le promocionan y no se olvide de esta paradoja del poder porque parece que está demostrada científicamente.